Mi acolchado llora plumas por todas sus costuras. Eras
un puñado del sol de la tarde que se arrimaba despacio
a desplomarse prudente cerca mío.
El agüita en tus ojos se fijaba en los míos, me distraía del libro
y nos mirábamos. Azul
cálido azul.
Tu hora era conmigo.
Toda toda suave gris
y toda mía. Abrazabas. Con tus patas persuadías al calor de mi mano hacia tu panza,
te estirabas subiendo hasta mi beso, lo empujabas, hacías saber el cariño
con fuerza y forma casi humanas, tanto
que sumergida en tu olor me volví hocico.
Llegaste tan pronto a mi planeta
que no pude evitar darte un idioma y así en el borde
del delirio, entre yo gata y vos persona, entre yo pequeña y vos enorme
hablaste de la vida, del qué me importa y de lo urgente. Hablaste
a través mío tanta risa, tanta ironía, tanta ciencia.
Y del verdadero amor, hablaste. Eras tan cierta,
decías lo que nadie dudaría.
No sé dónde te fuiste. No inventé un cielo
porque es tan verdadero que no estás, que no es consuelo pensarte
en otra parte. Sí quisiera
que todo fuese tibio, filamento de luz similar al que irradiabas.
Que si de mí dependiera
irías a un mar de siestas
como aquellas que tuvimos tan perfectas
de sol que salpicaba en la ventana, centelleante
a través de las hojas del otoño. Sin arriba ni abajo, sin reloj
en morronga modorra para siempre.